Ya hace un tiempo que a las damas y a los varones más conspicuos e influyentes de esta poliédrica Sevilla se les ocurrió levantar una estatua al Papa Wojtyla en plena avenida de la Constitución, en el centro del poder (Bancos, Ayuntamiento, carrera oficial de la Semana Santa...) de la ciudad, aprovechando que en el poder municipal está ahora el Partido Popular.
En la Sevilla oficial ha tenido siempre mucho arraigo la tradición que desde la Contrarreforma llega al nacional-catolicismo pasando por el agobiante y pesimista Barroco; pero no es suficiente para este influyente sector de la ciudad con el culto en la Catedral, las iglesias mayores y menores, las parroquias, las capillas, el recuerdo de los santos en los nombres de calles, panaderías o agencias de viajes, y hasta cuando se estornuda…
Necesitan más presencia de personas, aunque sea en estatua, que representan los valores proclamados como católicos. La fe es débil, como la carne, y hay que valerse continuamente de muletas. A todas las personas nos cuesta ser consecuentes con nuestras diferentes fidelidades, sea en los valores que sean, pero no a cualquiera este motivo le lleva a metérselo a las trágalas al resto de la ciudadanía.
Los grandes líderes espirituales aúnan la fe propia con el respeto a lao ajenao, el amor a lo sagrado se demuestra en el amor al género humano; pero cuando los intereses materiales y los de las castas que detentan el poder espiritual rompen el equilibrio entre estos dos polos, se convierten en fanatismos y se causan destrozos en nombre de uno u otro.
La utopía israelita de la “Tierra prometida”, necesaria para mantener a un pueblo que estuvo vagando por desiertos durante 40 años, se fue reciclando teóricamente hasta que se plasmó en “La ciudad de Dios”, de Agustín de Hipona en el siglo V; y que fueron practicando históricamente durante toda la Edad Media europea. Se trataba de organizar el mundo y la historia según los “mandatos de Dios”, que no era ni más ni menos que lo que fueron imaginando, reflexionando, teorizando y escribiendo en la Biblia, a la que le dieron valor de fundamento absoluto. Y el Estado, un instrumento para que las castas más letradas, los servidores de la religión, pusieran esas ideas en práctica. El estado de Israel sólo aplica ya esa doctrina para decir que la tierra aquella era suya desde hace milenios, lo que justifica el holocausto que hacen al pueblo (y ahora también al estado) de Palestina; Y al estado Vaticano le sirve de coartada para intervenir en España y Sudamérica, fundamentalmente, caiga quien caiga.
Hemos tardado otros varios siglos para contrapesar toda esa teoría y práctica con renacimientos y revoluciones científicas, artísticas, sociales y políticas, declaraciones de derechos humanos y concienciación de la ciudadanía en este nuestro viejo continente -amén de no pocos excesos-.
Hoy no hay empacho en reconocer las deudas que Europa tiene con todo lo aportado, no sólo por las diferentes ramas de los seguidores de Jesús de Nazaret, sino también por los fieles del Islam, de los judíos, y, cómo no, de los ateos, los agnósticos o los indiferentes a los sentimientos religiosos.
Ya en el siglo XXI está claro que la búsqueda del bien común es la razón de ser del Estado, y que éste no debe estar a disposición y merced de unos u otros sentimientos y creencias religiosas…como tampoco al servicio de banqueros y especuladores, ni de cualquier otro grupo minoritario.
Después de tantos siglos de luchas -justificadas no pocas veces por las cúpulas eclesiales-, ¿no sería ya hora de invertir en tolerancia más que en autoafirmaciones? Y tampoco es que se quiera sustituir la intolerancia religiosa por la “intolerancia laicista”: quienes defienden el Estado Laico lo que quieren es libertad de conciencia, que nadie se erija en árbitro de la ética y la moral en nombre de eternos y absolutos fundamentos.
No parece oportuno que se le dedique una estatua pública a quien no fue precisamente un ejemplo de tolerancia, no sólo en su Polonia natal, sino después durante su pontificado, interviniendo en las políticas de medio mundo, sobre todo en América Latina, a favor de las clases dirigentes y siempre en contra de los movimientos populares de liberación, no sólo dentro de la Iglesia, sino también con su “diplomacia de florín” en las cancillerías y en las ondas radiotelevisivas.
También lideró un movimiento involucionista con respecto a la herencia recibida del concilio Vaticano II, que tantas expectativas llegó a generar en su día para movimientos de base cristianos, marxistas e incluso laicistas, -que veían se podría acabar la época del Concilio de Trento-, y que el pontificado de Juan Pablo II se encargó de que fueran naufragando sucesiva e implacablemente.
Manolo Aljarafe, socio de Sevilla Laica
Sevilla, Nov. 2011
Sevilla, Nov. 2011
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